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  • As tambi n Jon Sobrino S J

    2019-04-28

    Así también, Jon Sobrino (S. J.), otro de los más ilustres representantes de esta corriente, ha indicado cómo “los evangelios muestran abundantes ataques de Jesús wee1 inhibitor los escribas, fariseos, sacerdotes y ricos... y no aparecen tales ataques ni denuncias ni con tal virulencia a grupos o acciones armados”, como era el caso de los zelotes. Ignacio Ellacuría (S. J.), el filósofo vasco-salvadoreño, lo planteó a partir de la que llamó la filosofía de la realidad histórica. Desde esta perspectiva, abordó el tema por medio de una pregunta básica, ¿por qué muere Jesús y por qué le matan? La prioridad histórica, dice el filósofo, ha de buscarse en ¿por qué le mataron? ‘A Jesús le mataron por la vida que llevó y por la misión que cumplió [...] La lucha por el Reino de Dios suponía, necesariamente, una lucha a favor del hombre oprimido de manera injusta. Esta lucha debía llevar, necesariamente, al enfrentamiento con los responsables de la opresión. Por eso murió”. La acción de Jesús, dice Ellacuría, “pretendiendo ser primariamente un anuncio del Reino de Dios, era, de hecho y necesariamente, una amenaza contra el orden social establecido, en cuanto éste estaba estructurado sobre fundamentos opuestos a los del Reino de Dios”. Jesús muere violentamente, señala el filósofo, “por los que no aceptan los caminos de Dios”, por los que no aceptaron su prédica de un Reino no transterreno, sino concreto, contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado histórico, más allá del corazón del hombre. En una línea un tanto coincidente con Ellacuría, el teólogo protestante francés, Oscar Cullmann (1902-1999) propuso también una interpretación del radicalismo del Jesús histórico. El mayor potencial beligerante de Jesucristo, afirmaba, se encuentra no en la incitación a la toma de la espada, sino en su anuncio y contribución manifiesta a un Reino divino que transgrede el statu quo mantenido por los poderosos sobre las clases oprimidas a lo largo de la historia; es decir, el avance de una praxis transformadora en el mundo, que impera la abolición de las normas de los hombres que ofenden la voluntad divina. “Jesús estigmatizó en su predicación la injusticia social de su tiempo” y lo hizo sin compasión, decía Cullmann. “Jesús anuncia que, a wee1 inhibitor la luz del Reino que ha de venir, la diferencia entre ricos y pobres es contraria a la voluntad divina. Ese juicio sobre el orden social presente es, de suyo, revolucionario”. Pero este carácter no implica una opción por las armas, aseveraba el teólogo francés, es más bien un llamamiento hacia el cambio de la relación del hombre con Dios y, luego, de la relación del individuo con el prójimo. El radicalismo escatológico de Jesús, añadía, es la base de su obediencia absoluta a la voluntad divina y, por tanto, de su condenación de todo legalismo, de toda hipocresía e injusticia. Sin embargo, tal como ha analizado con agudeza el teólogo Darío Martínez Morales, Fue Agustín de Hipona (354-430), “el gran filósofo y teólogo cristiano [quien], tiempo después, a través de sus escritos, consolidará la justificación de la función coercitiva del Estado y de la ‘guerra justa”’. Los cristianos, por tanto, debían participar activamente en ese orden cuyo fin legítimo era la paz efectiva. Asimismo, dice Martínez Morales, en los escritos de Tomás de Aquino (1225-1274) es fácil encontrar una justificación argumentativa de la guerra justa, propuesta como lícita bajo tres condicionamientos: a) ser declarada por una autoridad legítima, b) la causa ha de ser justa, y c) la intención de los contendientes ha de ser recta. “Esto último significa que los contendientes tendrán que motivar esta acción por deseos de paz, por deseos de castigar a los malvados y de defender la justicia”. Luego entonces, la doctrina eclesial católica pos- constantiniana proveyó de un corpus de pensamiento legitimador de la lucha armada, allende la radicalidad de la perspectiva religioso-espiritual escatológica de Jesús y el legado evangélico. En este entendido, los teólogos de la liberación pusieron al servicio de las mayorías pauperizadas una tradición cristiana que contiene y da curso, bajo circunstancialidad histórica, a la justificación de la violencia guerrera. La postura de la tl frente al dilema de la violencia, en la teoría o en la praxis, trasciende la suscripción a una tradición eclesial combativa. El fondo ético de esa opción ha de encontrarse en la conciencia y el compromiso de estos sacerdotes frente al sufrimiento del pueblo oprimido. Aun cuando, tal como consideró Ignacio Martín Baró (1942-1989), para los teólogos “[n]o es fácil intentar una reflexión cristiana (¿teológica?) sobre la violencia”. Las empresas guerrilleras en América Latina fueron, a decir de Erich Hobsbawm (1917-2012), “un error espectacular”. Empero, el naufragio ideológico y los mortíferos dogmatismos en la historia guerrillera latinoamericana no deben obliterar el reconocimiento a la existencia de una ética revolucionaria armada, signo de un efectivo amor al ser humano. La decisión de no pocos teólogos de la liberación para llevar hasta el extremo sus convicciones, correspondió a un fiel acompañamiento del pueblo sufriente.