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  • Pod amos pensar con Jean Marie Schaeffer que esta

    2019-04-28

    Podíamos pensar con Jean-Marie Schaeffer que esta tensión bipolar de una imagen, capaz de imantar al espectador con la promesa de plenitud gloriosa de Cristo y a la vez de vedar y restringir su acceso, de regular y regir su propia visibilidad, pertenece de modo inherente a nuestro pensamiento del cuerpo: un cuerpo de seducciones oximorónicas, que mantiene su atracción en el juego permanente de no ofrecerse nunca del todo. Ahora bien, es eso quizá lo más perturbador, junto con la autogestión de que el sacramento de la comunión se dota: la idea de una religión regresada a través de la paradoja de su dogma central al poder contradictorio de los misterios de la materia. En el episodio de la encarnación —nos dice Schaeffer—, y asimismo en el de la resurrección o en este de la eucaristía, “la noción misma de imagen se halla conmocionada, al desvanecer, al evaporar la semejanza” para exaltar la vocación comunitaria de la carne transubstanciada y dada a comer. ¿Qué tipo de espiritualidad es ésta que contraviene su propia regla de trascendencia, por ella instituida, para incurrir en su nombre en formas matéricas de representación física? Y, por otra parte, no estamos hablando de un cuerpo cualquiera sino de uno digerido, salivado, masticado, un cuerpo en la manera más primaria e instintiva de apropiación por el estómago.
    XII. Cierto cuadro que encargara la nobleza indígena de Lima para solicitar su ingreso en la Inquisición hacia 1700, donde se representa el pan eucarístico dentro del corazón dadivoso de un pelícano desventrado, desvela la multiplicación de implicaciones con que este laberinto ecuménico se revestirá en el order q vd oph nativo, al embutir sus alegorías en una semiótica a cada paso más aderezada, porque el pelícano era ya un antiguo emblema de Cristo que ahora redoble su referencialidad, abriéndose para alojar la custodia cuyo cristal transparenta el nombre de aquél en la hostia consagrada. Es interesante percibir que un simbolismo ajeno e impuesto, previsto mucho antes en el bestiario crístico medieval, es reutilizado aquí y devuelto al poder por los recién convertidos, cuando se trata de convencer con sus mismas armas para ser admitidos en su circuito. Pero, además, el ejemplo nos ilustra de cómo el sermón pastoral peruano no ahorra al indígena ninguno de los aspectos complejos del dogma. Pareciera que, en lo relativo a este punto, no importara ya aquel requisito del decoro retórico sensibilizado hacia la capacidad de su receptor. Al contrario, se intentaría impresionar hasta el estupor a una atónita audiencia, a la que se alarma insistiendo en que el comulgante come verdaderamente del cuerpo del Mesías y bebe de su sangre. Aunque la comunión de la Sagrada Forma sepa a internal environment pan —“aunque huela a pan, aunque harte como pan”, reincide Ávila—, su metamorfoseada esencia contradice la información de los sentidos e incluso manaría sangre, si fuera odiosamente partida, acuchillada o profanada. El sacerdote relata entonces en quechua el horrísono caso del judío que la martirizara sometiéndola order q vd oph a sacrílegas manipulaciones, ejercidas en realidad sobre la torturada carne de un Cristo ubicuo, fractal y por segunda vez crucificado bajo su piel más frágil: El caso o parábola, una especie de ficción histórica sobre la transubstanciación de la misa que, con su concurso, fija popularmente lo que había oficializado el Concilio de Letrán (1215), se contaba habitualmente a los cristianos europeos desde una primera localización en 1290 en una casa judía de la Rue des Jardins en París, pasando por versiones fechadas en Bruselas (1369) y Nassau (1477) hasta su ilustración en el políptico del Palacio Ducal de Urbino por Paolo Uccello entre 1467 y 1469, bajo el título del “Milagro de la hostia”. Pero no esperaríamos nunca encontrar este segundo asesinato fabulado “de las especies sacrificiales” católicas inserto en uno de los sermones de Roberto Belarminio y traducido al quechua para las homilías del Perú por Jurado Palomino. La parafernalia cruenta de la puesta en escena, las tremendas connotaciones antisemitas en las que el público indio no tenía porqué participar, traslada el odio medieval centroeuropeo por el pueblo deicida hacia espacios en los que el aberrante sacrilegio cumpliría otra finalidad: se trataba quizá de generar la suficiente precaución en los oídos nativos que, al inducir un terror sagrado alrededor del misterio eucarístico, secundara la lógica de la prohibición dictada. Porque era cierto que la Eucaristía figuraba como una cuestión nuclear del plantel dogmático de la Iglesia a la que no debía acercarse el neófito indígena sin incurrir enun pecado mayor: “Que aquel Sacramento requiere aparejo en el que le ha de recebir: y sino está aparejado como conuiene, antes se convierte en muerte por su culpa”. La doble condición de la comunión, como un farmacon platónico, una medicina que sana a los limpios y envenena a los culpables —disposición dual de las drogas con la que el Tercero Catecismo ya la comparaba— suma nuevos abismos intelectivos al inefable de la Eucaristía: desde su cárcel de trigo, un dios escondido y polimorfo causa un mayor daño, un daño hasta la muerte, a los que lo devoran sin la devoción debida, sin la fe solicitada, sin propósito de enmienda o con una burla sacrílega.